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sábado, 25 de agosto de 2012

Las suaves colinas de Kampala (XXXIII) La captura

Niñas de aldea
Foto original de Vicente Baos
El Land Cruiser avanzó iluminando con potencia el irregular camino que entre colinas y lagos procedentes de antiguos volcanes llevaba hasta Kasenda. Por la noche, era necesario ir despacio para no despeñarse en alguna de las frecuentes pendientes que bordeaban la carretera. Sentado al lado de Mbabazi, Kigongo daba las instrucciones al conductor para elegir el desvío adecuado en las frecuentes bifurcaciones sin señalizar que aparecían en el recorrido. Cuando llegaron a las cercanías de la casa del tío de Kigongo, apagaron las luces y aparcaron en sentido contrario el vehículo.
-Ya hemos llegado. Espero que nos hayas traído bien hasta aquí. Si no es así, te va la vida en ello. Si todo transcurre como nosotros queremos, vivirás. ¿te ha quedado claro? -preguntó Tagan.
-Vas a ir a buscarles y nosotros esperaremos cerca. No queremos ningún ruido ni que se despierte toda la casa. No queremos hacer daño a nadie, pero si es necesario, lo haremos -le dijo mostrándole una pistola que guardaba entre la camisa y el pantalón. Mientras tanto, Mbazazi estaba sacando del maletero un AK47 de culata replegable.
-Haré lo que me digáis, aquí hay mucha gente, mujeres y niños. Por favor no hagáis daño a nadie.
-Tienes que traerles hasta la puerta. Veo que la casa está vallada, espero que no puedan salir corriendo por ningún lado. Vamos a entrar contigo y estaremos vigilando cerca. Depende de ti que nadie se entere -afirmó Tagan.
Kigongo se dirigió primero a la cabaña de los trabajadores para encontrarse con Twebaze, mientras Mbazazi y Tagan se escondían agazapados. Entró en la cabaña donde dormían unas quince personas y con una pequeña linterna encontró al agotado fugitivo.
-¡Despierta, soy Kigongo. No te asustes! -le dijo zarandeándole suavemente.
-¿Qué pasa? -respondió sobresaltado.
-Tenemos que salir de la granja cuanto antes. No es un sitio seguro. Cuando llegué a mi casa, vi un coche que no conocía en las cercanías de mi casa. Pregunté a los vecinos y me dijeron que sus ocupantes se habían interesado por mí. Enseguida me imaginé lo peor, que iban a por vosotros. Me ha entrado mucho miedo y he decidido venir. Tenéis que ir a otro lugar que no os relacione conmigo. Es peligroso para vosotros y para mi familia. Os dejaré en un cruce de carretera donde pasan autobuses para que os dirijáis a otro sitio, sin que nadie lo sepa y os puedan encontrar -mintió Kigongo con aplomo.
Cansado y adormecido, Twebaze creyó la explicación que su amigo le había dado. Vestido con la ropa prestada que le habían dejado en la granja para trabajar, metió la suya en una bolsa de plástico como único equipaje y salieron a buscar a Nabulungi en silencio. El cuarto de las sirvientas estaba dentro de la casa principal y no era tan fácil de acceder. Tagan y su acompañante vieron desde lejos la salida de Twebaze y Kigongo y esbozaron una sonrisa de satisfacción.
La ventana de la habitación donde dormía Nabulungi estaba semicerrada y cubierta por una red mosquitera. Era muy estrecha y apenas se podía distinguir su interior con la luz de la Luna de esa noche. Enfocó la linterna hacia las camas, lo que provocó que la chica que dormía más cerca se despertara.
-¿Quién eres? -preguntó, nada sobresaltada sino más bien de forma rutinaria como si los amantes nocturnos se presentaran frecuentemente de esta forma en la habitación de las chicas más jóvenes. 
-Soy Twebaze, el marido de Nabulungi, la nueva, dile por favor que se acerque -dijo Kigongo suplantando a Twebaze.
-Explícale rápido la situación y dile que debe salir cuanto antes -dijo, cambiándole el sitio a Twebaze.
Nabulungi se acercó tambaleante a la ventana. Estaba profundamente dormida en ese momento.
-¿Qué pasa? pensaba que hoy íbamos a descansar.
-Tenemos que irnos, aquí corremos peligro. Kigongo ha venido a sacarnos. Están en Fort Portal y parece que ya han relacionado a Kigongo con nosotros. Debemos huir por nuestra cuenta. Cogeremos un autobús a cualquier otro lado sin conexión con nadie. Tiene que ser ahora.
Kigongo y Twebaze rodearon el edificio y esperaron a que saliera Nabulungi. Kigongo se estaba poniendo cada vez más nervioso imaginando lo que iba a ocurrir en los próximos minutos. Cuando estaban cerca de la puerta de salida, donde supuestamente estaba esperando la moto, Tagan y Mabazazi aparecieron en completo silencio por detrás y  agarraron a Nabulungi y Twebaze tapándoles la boca. Llevándoles en volandas, caminaron rápidamente hacia el vehículo con el portón trasero levantado. Con movimientos precisos y permitiendo pequeños gemidos como único sonido audible, fijaron con cinta aislante las bocas, las manos y los pies de los cautivos. La sorpresa, el agotamiento, el desmoronamiento de sus expectativas de huida habían provocado que su capacidad de reacción fuera mínima. Bien sujetos, Tagan pasó una cadena alrededor del cuello de los dos muchachos, fijándola a un enganche lateral con un candado. Quería tener un viaje tranquilo.
Kigongo, mientras tanto, había asistido estupefacto a la demostración de violencia y rapidez de Tagan y su compinche, permaneciendo parado, inmóvil. Al finalizar la sujeción de los prisioneros, Tagan se volvió hacia Kigongo.
-Has hecho bien tu trabajo y has salvado tu vida. De todo esto, no sabes nada. Tú has estado durmiendo toda la noche en tu casa de Fort Portal. Aquí no ha venido nadie. Ellos han huido en mitad de la noche. Nadie sabe dónde han podido huir. Prefirieron la seguridad de seguir huyendo a estar en esta granja. ¿Lo has entendido? -Cualquier otra explicación te costará la vida -finalizó dándose la vuelta e introduciéndose en el todoterreno.
Kigongo vio alejarse a poca velocidad el vehículo para hacer el menor ruido posible. Sus ojos se llenaron de lágrimas por haber salvado su vida y por haber condenado la de su amigo y esa pobre chica. A su mente volvieron imágenes de Twebaze y él cuando eran niños y compartían miedos e incertidumbres. Se sentía muy mal. Sin esperarlo, un recuerdo acudió a su cabeza. Un profesor, no especialmente cruel, les había dicho un día en su clase: "Vosotros estabais muertos antes de venir aquí. Habéis tenido mucha suerte. La mayoría de los chicos de vuestra condición ya están podridos o tirados en la calle. Por ello, vivir y seguir adelante es lo más importante para vosotros. Tenéis que aprender a ser duros y exigentes. Os va la vida en ello". Pensar en la propia vida y no meterse en líos, era una buena idea para consolarse.

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