domingo, 5 de febrero de 2012

Las suaves colinas de Kampala (XVII) Una muñeca rota

Chico de la calle en Kampala. Foto de Zoriah 
Tras el sonido de la campana, las dos combatientes saltaron al centro de ring a intercambiarse golpes con fiereza. El público se había arremolinado cerca de las cuerdas, sabedores de que iba a ser el asalto definitivo. Twebaze se había colado entre los asistentes de más categoría y estaba muy cerca de la posición de Taban, en la esquina asignada a Nabulungi en el cuadrilátero. Los aullidos de los asistentes habían sustituido a la música reggae africana.
- ¡Nabulungi, dale abajo y arriba todo el rato, sin parar! - gritaba Taban.
Los movimientos sincopados del cuerpo, el estado de alerta, recibir un golpe amortiguado, jadear e hiperventilar; todo esto produce en el boxeador un mareante estado de confusión. Todo se mueve muy rápido, el suelo pierde su firmeza mientras se baila a saltitos en el ring, el ruido es una losa sonora que aplasta y embota. El boxeador necesita estar atento para no recibir el golpe certero que aparece en la milésima de segundo que ha bajado la guardia, justo cuando necesita esa misma milésima de segundo para recuperar el resuello y la concentración.
Nabulungi hizo un intento de respirar una sola vez de forma más honda y lenta. En ese momento no podía tener los brazos con la misma tensión defensiva. Recibió un perfecto directo a su boca, con la dirección y la fuerza adecuada. Dio tres pasos hacia atrás con los brazos caídos y se desplomó con el peso muerto de sus 40 kilogramos, dando ese pequeño bote hacia arriba que produce la caída sin ninguna tensión corporal que lo mitigue, sangrando por la boca y la cara. Una sangre rápida, directa, copiosa, para que todos los espectadores la vieran, para que no hubiera ninguna duda de que la pelea había acabado, no solo por un KO, sino porque la prometida sangre, la sangre que debía ver el público para demostrar que no había tongo, llenaba la boca y la cara inconsciente de Nabulungi. Había pagado su precio de sangre. Tagan saltó al ring al mismo tiempo que el árbitro finalizaba la pelea. Había golpeado la barra protegida de las cuerdas del cuadrilátero con rabia y soberbia, maldiciendo la manera de finalizar la pelea. Se acercó a Nabulungi levantando su cabeza sangrante. Ella seguía inconsciente y respiraba con dificultad. Miró hacia los lados y encontró la mirada expectante de Twebaze. Hizo una seña para que subiera y recogiera a Nabulungi. Mientras, el árbitro alzaba la mano victoriosa de la otra boxeadora que con una sonrisa helada saludaba al público mientras miraba de reojo a la inconsciente y sangrante Nabulungi.
Twebaze arrastró su cuerpo hasta el lateral del ring. Desde abajo, la recogió en sus brazos para llevarla hasta el cuarto que simulaba ser un camerino donde los otros boxeadores descansaban o esperaban su turno.  El público les abrió paso con miradas entre sorprendidas y asqueadas por el aspecto de la frágil boxeadora y su deformada cara. La depositó encima de la única camilla disponible mientras pronunciaba su nombre y limpiaba su sangre con un trapo. Nabulungi vomitó y volvió a quedar estuporosa. Nadie sabía que hacer. Todos miraban mientras Twebaze fue a buscar algo de agua para limpiar  su vómito.
Tagan entró en el cuarto y miró a Nabulungi postrada. No dijo nada y volvió a salir. Debía dar explicaciones a los apostadores que había convencido de que su boxeadora podía ser un buen negocio.
Twebaze pensaba que debían llevar a Nabulungi al Mulago Hospital pero nadie hacía nada ni tomaba decisión alguna. Cogiéndola en brazos fue hacia la salida. Preguntó a todos los conductores si les podían llevar al Hospital. Todo el mundo se excusaba. Todos estaban al servicio de algún espectador importante y no podían moverse. Con ella en brazos, se dirigió hacia la carretera principal. A esa hora el tráfico era mínimo y los coches pasaban a gran velocidad. Era difícil ver a alguien apostado en los márgenes con la poca iluminación existente. El Hospital distaba varios kilómetros del lugar donde se encontraban. Con un nudo en la garganta, llevando en brazos a la inconsciente Nabulungi, Twebaze comenzó a andar.

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