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sábado, 28 de julio de 2018

Reparar a los vivos de Maylis de Kerangal

Reparar a los vivos es una gran novela de la autora francesa Maylis de Kerangal. Llegó a mis manos por una recomendación tuitera de Juan José Martínez Jambrina, psiquiatra asturiano.

No suelo leer las contraportadas de los libros, como en los trailer de las películas, muchas veces desvelan más información de la que deberían y anulan la capacidad de sorpresa que puede tener, tanto leer un libro como ver una película. Si un libro o una película ha llamado tu atención por motivos muchas veces no explícitos, déjate llevar por ella y entra en su lectura sin más. 

A partir de ahora, para hacer un comentario tengo que desvelar algunos aspectos de la novela, por ello, el que no quiera saber más que deje de leer.

Capacidad de sorpresa y admiración no le falta a la lectura de este libro. Crónica coral de una tragedia y crónica coral de todos los participantes en un trasplante multiorgánico en la Francia actual.
El libro comienza con estas frases:
"Lo que es el corazón de Simon Limbres, ese corazón humano, desde que se aceleró su cadencia en el instante de nacer cuando otros corazones se aceleraban a la par, saludando el evento, lo que es ese corazón, lo que lo hizo brincar, vomitar, engordar, danzar liviano como una pluma o pesar como una piedra, lo que lo aturdió, lo que lo hizo derretirse: el amor; lo que es el corazón de Simon Limbres, lo que filtró, registró, archivó, caja negra de un cuerpo de veinte años, no lo sabe nadie con exactitud; sólo una imagen en movimiento, creada por ultrasonidos, podría emitir su eco, mostrar su alegría que dilata y su tristeza que encoge. Sólo el papel calibrado de un encefalograma desenrollado desde el comienzo podría fijar su forma, describir su desgaste y su esfuerzo, la emoción que desata, la energía prodigada para comprimirse unas cien mil veces al día y hacer circular hasta cinco litros de sangre cada minuto, sí, sólo esa línea podría relatarlo, perfilar su vida, una vida de flujo y reflujo, de compuertas y válvulas, de pulsaciones, pero el corazón de Simon Limbres, ese corazón humano, él, se sustrae a las máquinas, nadie podría pretender conocerlo, y aquella noche, noche sin estrellas, mientras caía una helada impresionante sobre el Pays de Caux, mientras un oleaje sin reflejos rodaba a lo largo de los acantilados, mientras la meseta continental retrocedía, desvelando estrías geológicas, emitía el ritmo regular de un órgano en reposo, de un músculo que se recarga lentamente –un pulso tal vez inferior a las cincuenta pulsaciones por minuto– cuando sonó la alarma de un móvil al pie de una cama estrecha y el eco de un sónar que inscribía en palotes luminosos en la pantalla táctil las cifras 05:50, y cuando de repente todo se precipitó."
Con frases largas y subordinadas, llenas de palabras de gran intensidad y fuerte capacidad descriptora, Maylis nos va presentando a todos los protagonistas de la tragedia coral, con especial atención a los padres de la víctima, a la víctima y sus afanes juveniles, al médico responsable de intensivos, a los médicos que realizarán la extracción del corazón y a su receptor. En todos vamos viendo sus pensamientos y vidas propias, integrándose todo en una mezcla de normalidad y excepcionalidad como son los trasplantes hoy en día.

La autora describe a la perfección el ambiente médico y, asimismo, pone en palabras de los protagonistas los aspectos clave de las dudas, los miedos de los padres ante la estupefacción del hecho de la muerte del hijo y las decisiones que hay que tomar en pocas horas para integrar, asumir, expresar el dolor y después la serenidad de aceptar la muerte del hijo.

Imagino que habrá otras novelas sobre los trasplantes (no conozco otras) pero esta me parece la "novela de un trasplante" para recomendar a estudiantes de ciencias de la salud interesados y para comprender todos los lados del tema.

El estilo narrativo me gusta especialmente. Las frases largas pero donde no sobra nada, me parece una forma ideal de describir situaciones intensas, además del carácter extremadamente poético que la autora desarrolla en su discurso.

Señalar que la traducción me parece excelente. Desde el francés original, el traductor Javier Albiñana ha conseguido un perfecta adaptación en calidad literaria utilizando un castellano excelente.

Muy recomendable. 

sábado, 15 de marzo de 2014

Las suaves colinas de Kampala disponible en versión para libro electrónico


"Cuando los combates oficiales de boxeo acaban, empieza otro espectáculo: el boxeo infantil. De forma clandestina, en fiestas privadas de Kampala, se celebran "peleas a sangre". Niños y jóvenes aprendices de boxeadores luchan hasta que en alguno de los contrincantes aparece la sangre. La apuestas mueven el dinero de estas peleas. Nabulungi es una joven boxeadora que luchará por su futuro en un entorno muy hostil."
Un amigo, Raúl Núñez de Arenas, ha tenido la amabilidad y la paciencia de editar mi relato para libro electrónico en las distintas versiones existentes. No solo ha realizado un excelente trabajo técnico sino que ha actuado como corrector y revisor. Gracias por todo, Raúl.

En los siguientes enlaces, los interesados podrán descargarse el texto en versión EPUB y KINDLE para los diferentes lectores.

Versión EPUB 
Versión KINDLE

domingo, 21 de julio de 2013

Microrrelatos de verano 6


Empezaré por los ojos que conozco, por el pelo que acaricio. Y si me dejas otros territorios, ampliaré mi perspectiva...

sábado, 20 de julio de 2013

Microrrelatos de verano 5


Llegó el día, el momento y el lugar donde dos teclados se unieron con el tacto fugaz y la mirada furtiva.

domingo, 14 de julio de 2013

Microrrelatos de verano 4


Y creo sentirme bien mientras sufro, aunque sepa que tú te mereces ser feliz y que en esa felicidad no participo. Y nunca podré entrar. 

domingo, 7 de julio de 2013

Microrrelatos de verano 3


Para soñarte, cierro los ojos y recuerdo cada frase que dijiste.

Microrrelatos de verano 2

Pareja besándose. Madrid. 2012
Acaricié tu interior como una ráfaga de viento 
que pasó a tu lado, sin rozar jamás esa piel que a veces envuelvo.


sábado, 6 de julio de 2013

Microrrelatos de verano 1

Los enamorados. Honduras 2012

Entre tu cuerpo y el mío solo nos separa una ola de calor

domingo, 26 de agosto de 2012

Las suaves colinas de Kampala (XXXIV) Desenlace

Lago en la región de Kasenda
Foto original de Vicente Baos
Comenzaba a amanecer cuando el todoterreno se desvió del camino principal para acceder a uno de los lagos más grandes de la región. Por un pequeño sendero, dejando de lado un hotel de lujo con pequeñas cabañas que se situaba en lo alto de la colina, accedieron a una playa despejada por la mano del hombre en el borde selvático. Mudos por la cinta aislante, los ojos de Twebaze y Nabulungi expresaban todo el horror del que está convencido que va a morir. Tagan y Mbazazi descendieron del vehículo y observaron los alrededores. No parecía haber nadie cerca.
El Sol asciende muy rápidamente en el Ecuador y la instauración de la luz completa se hace en pocos minutos, lo que provocaría que todos los habitantes de la zona y los trabajadores del cercano hotel se pusieran en marcha en poco tiempo. Tenían que darse prisa si querían pasar desapercibidos.
Soltaron la cadena que fijaba a los muchachos al vehículo, llevándoles al borde del agua. Tagan estaba frente a Twebaze.
-Nos has jodido bastante bien, chaval. Por tu culpa estamos aquí ahora, pensando en cómo quitarte de en medio. Tenías que haber estado quieto, hacer tu trabajo, cobrar por ello y vivir tu vida. Pero, no, tenías que meterte a "salvador". Pero ¿qué te has creído? ¿que ibas a salirte con la tuya? -Me has cabreado bastante.
Tagan cogió por el cuello a Twebaze y apretó con sus grandes manos al enflaquecido muchacho. Con la boca tapada por la cinta aislante y los brazos y piernas inmovilizados, Twebaze hizo poca resistencia y apenas se movió mientras la falta de aire acabó con su vida en pocos segundos. Aún así, Tagan siguió apretando su cuello más de dos minutos, dejándole caer al suelo desmadejado y muerto. Nabulungi respiraba rápidamente a través de su nariz y balanceaba su cuerpo ansiosamente sujeta por un brazo por Mbazazi. Tagan se dirigió hacia ella.
-Y contigo ¿qué hacemos? pequeña Nabulungi -le dijo acercando su gran cara a la de ella. Le quitó la cinta aislante de la boca al mismo tiempo que hacía el gesto de silencio con el dedo índice.
-Chsst, más te vale. Díme, ¿qué castigo te mereces? ¿quieres vivir o no? ¿quieres irte con tu amigo?
La atemorizada Nabulungi no contestaba nada y evitaba la mirada directa de Tagan.
-Bueno, lo decidiremos dentro de un rato, antes tenemos que ocuparnos de éste -dijo señalando el cuerpo de Twebaze. Sacaron plástico del todoterreno y envolvieron el cuerpo del muchacho. Introdujeron en el envoltorio varias piezas metálicas que rodearon con cinta aislante. Mbazazi se desnudó y se introdujo en el agua, arrastrando el cuerpo. A pesar del peso, éste aún flotaba. Nadó durante varios metros tirando del paquete, abrió una pequeña navaja que había sujetado con la boca y perforó varios agujeros en el envoltorio para facilitar su hundimiento. Al regresar a la orilla, preguntó:
-Ahora ¿qué?
Tagan se volvió hacia Nabulungi y le dijo:
-Eres más valiosa viva que muerta. Todavía puedes dar juego y negocio, por eso no vas a morir hoy, aunque te lo mereces. Me has dado más problemas que ningún otro chaval, chico o chica. Creo que con todo esto has aprendido que no hemos venido a jugar y que te tienes que merecer lo que tienes cada día. Sé que es duro, pero si lo aprendes podrás vivir y no mal ¿entiendes?
Nabulungi estaba tan aterrorizada que solo podía mover la cabeza afirmativamente sin articular palabra en su agitada respiración.
-Pero aún así -y debes darme las gracias por ello- tienes que pagar un precio y va a ser tu virginidad. Mbazazi rompió con la navaja las ataduras de las manos y pies y condujo a Nabulungi a los asientos posteriores del vehículo. Le quitó la ropa, despacio, sin brusquedad. Nabulungi era incapaz de hacer ningún movimiento y parecía estar a punto de desmayarse. Tagan se echó encima de ella y la penetró sin esperas. Nabulungi no emitió el menor gemido, estaba en un estado de semiinconsciencia. Al finalizar, Mbazazi ocupó su lugar. Con un trapo sucio limpiaron los genitales de Nabulungi de sangre y semen.
-Bien, ahora quietecita todo el viaje hasta Kampala -dijo Tagan mientras arrancaba el todoterreno y enfilaba el camino de salida.
Según se incorporaban a los caminos principales, la normalidad fluía alrededor. Los niños, las mujeres, los hombres camino de las plantaciones, todo parecía tranquilo y cotidiano. Con la mirada perdida, Nabulungi se sentía incapaz de pensar. Pararon en una gasolinera para comprar alimentos. Nabulungi no pudo tomar nada y a los pocos minutos cayó dormida en el asiento posterior. Tagan y Mbazazi charlaban satisfechos.
Antes de llegar a Kampala, Nabulungi se despertó. En ese momento, la carretera estaba bastante despejada y avanzaban a buena velocidad. Tras coronar una de las colinas de la ciudad, el descenso se hizo más pronunciado. Justo al tomar un cerrada curva, Nabulungi se abalanzó sobre el volante que sujetaba Tagan y lo giró bruscamente.
El paso de la vida a la muerte nadie lo conoce. Los vivos podemos imaginar lo que ocurre inmediatamente antes: el miedo, la angustia, el dolor, algo que se convierte en insoportable y finaliza bruscamente perdiendo la conciencia de ello. La no existencia, la no percepción de sensación alguna, positiva o negativa es la muerte. El sueño inducido por una anestesia, esos uno o dos segundos de percepción y abandono de las funciones cerebrales debe ser lo más parecido a la muerte. La muerte rápida o la muerte lenta inducida por un grave traumatismo no instantáneo, ambas finalizan igual. Es lo que ocurre antes lo que nos asusta.
Nabulungi murió instantáneamente. Salió despedida por el cristal anterior del vehículo y recibió un traumatismo craneoencefálico severo. No sufrió, solo sintió como volaba atravesando el cristal delantero. No pensó si lo que hacía era lo adecuado o no. Solo quiso hacerlo. Sin odio ni ira intensa. Se  había despertado y vio la oportunidad de destruir a sus captores y a sí misma.  Y lo hizo.
Tagan y Mbazazi también murieron. Lo hicieron con un cierto sentido de la justicia. Tagan se fracturó ambas piernas y fue perdiendo sangre lentamente dentro de su abdomen. Le dio tiempo a darse cuenta de que se moría, de que no iba a acudir ninguna atención sanitaria urgente que pudiera salvarle. El dolor fue muy intenso y duró lo suficiente para sentirlo con claridad. No tuvo sentimiento de rabia sino de incredulidad ante el hecho de morir por culpa de una muchacha que hubiera podido matar de un soplido.  Mbazazi se incrustó entre los cristales del frontal del vehículo. A través de múltiples cortes fue perdiendo sangre. Cuando hizo un primer intento de liberarse, el desgarro en su piel fue insoportable por lo que permaneció quieto, ensartado y sangrante. Al morir y relajar su cuerpo, el cristal penetró aún más casi seccionando su tronco.
Al vehículo fueron acercándose gente de los alrededores. Antes de que llegara la policía, cogieron los relojes, los cinturones, las carteras de los accidentados. Igualmente, hubo una pequeña pelea al encontrar un AK47 y una pistola por ver quién se la quedaba. Salieron corriendo inmediatamente después.
Sobre la ciudad, el intenso Sol inundaba de luz las suaves colinas de Kampala.

----------------- FIN -----------------

sábado, 25 de agosto de 2012

Las suaves colinas de Kampala (XXXIII) La captura

Niñas de aldea
Foto original de Vicente Baos
El Land Cruiser avanzó iluminando con potencia el irregular camino que entre colinas y lagos procedentes de antiguos volcanes llevaba hasta Kasenda. Por la noche, era necesario ir despacio para no despeñarse en alguna de las frecuentes pendientes que bordeaban la carretera. Sentado al lado de Mbabazi, Kigongo daba las instrucciones al conductor para elegir el desvío adecuado en las frecuentes bifurcaciones sin señalizar que aparecían en el recorrido. Cuando llegaron a las cercanías de la casa del tío de Kigongo, apagaron las luces y aparcaron en sentido contrario el vehículo.
-Ya hemos llegado. Espero que nos hayas traído bien hasta aquí. Si no es así, te va la vida en ello. Si todo transcurre como nosotros queremos, vivirás. ¿te ha quedado claro? -preguntó Tagan.
-Vas a ir a buscarles y nosotros esperaremos cerca. No queremos ningún ruido ni que se despierte toda la casa. No queremos hacer daño a nadie, pero si es necesario, lo haremos -le dijo mostrándole una pistola que guardaba entre la camisa y el pantalón. Mientras tanto, Mbazazi estaba sacando del maletero un AK47 de culata replegable.
-Haré lo que me digáis, aquí hay mucha gente, mujeres y niños. Por favor no hagáis daño a nadie.
-Tienes que traerles hasta la puerta. Veo que la casa está vallada, espero que no puedan salir corriendo por ningún lado. Vamos a entrar contigo y estaremos vigilando cerca. Depende de ti que nadie se entere -afirmó Tagan.
Kigongo se dirigió primero a la cabaña de los trabajadores para encontrarse con Twebaze, mientras Mbazazi y Tagan se escondían agazapados. Entró en la cabaña donde dormían unas quince personas y con una pequeña linterna encontró al agotado fugitivo.
-¡Despierta, soy Kigongo. No te asustes! -le dijo zarandeándole suavemente.
-¿Qué pasa? -respondió sobresaltado.
-Tenemos que salir de la granja cuanto antes. No es un sitio seguro. Cuando llegué a mi casa, vi un coche que no conocía en las cercanías de mi casa. Pregunté a los vecinos y me dijeron que sus ocupantes se habían interesado por mí. Enseguida me imaginé lo peor, que iban a por vosotros. Me ha entrado mucho miedo y he decidido venir. Tenéis que ir a otro lugar que no os relacione conmigo. Es peligroso para vosotros y para mi familia. Os dejaré en un cruce de carretera donde pasan autobuses para que os dirijáis a otro sitio, sin que nadie lo sepa y os puedan encontrar -mintió Kigongo con aplomo.
Cansado y adormecido, Twebaze creyó la explicación que su amigo le había dado. Vestido con la ropa prestada que le habían dejado en la granja para trabajar, metió la suya en una bolsa de plástico como único equipaje y salieron a buscar a Nabulungi en silencio. El cuarto de las sirvientas estaba dentro de la casa principal y no era tan fácil de acceder. Tagan y su acompañante vieron desde lejos la salida de Twebaze y Kigongo y esbozaron una sonrisa de satisfacción.
La ventana de la habitación donde dormía Nabulungi estaba semicerrada y cubierta por una red mosquitera. Era muy estrecha y apenas se podía distinguir su interior con la luz de la Luna de esa noche. Enfocó la linterna hacia las camas, lo que provocó que la chica que dormía más cerca se despertara.
-¿Quién eres? -preguntó, nada sobresaltada sino más bien de forma rutinaria como si los amantes nocturnos se presentaran frecuentemente de esta forma en la habitación de las chicas más jóvenes. 
-Soy Twebaze, el marido de Nabulungi, la nueva, dile por favor que se acerque -dijo Kigongo suplantando a Twebaze.
-Explícale rápido la situación y dile que debe salir cuanto antes -dijo, cambiándole el sitio a Twebaze.
Nabulungi se acercó tambaleante a la ventana. Estaba profundamente dormida en ese momento.
-¿Qué pasa? pensaba que hoy íbamos a descansar.
-Tenemos que irnos, aquí corremos peligro. Kigongo ha venido a sacarnos. Están en Fort Portal y parece que ya han relacionado a Kigongo con nosotros. Debemos huir por nuestra cuenta. Cogeremos un autobús a cualquier otro lado sin conexión con nadie. Tiene que ser ahora.
Kigongo y Twebaze rodearon el edificio y esperaron a que saliera Nabulungi. Kigongo se estaba poniendo cada vez más nervioso imaginando lo que iba a ocurrir en los próximos minutos. Cuando estaban cerca de la puerta de salida, donde supuestamente estaba esperando la moto, Tagan y Mabazazi aparecieron en completo silencio por detrás y  agarraron a Nabulungi y Twebaze tapándoles la boca. Llevándoles en volandas, caminaron rápidamente hacia el vehículo con el portón trasero levantado. Con movimientos precisos y permitiendo pequeños gemidos como único sonido audible, fijaron con cinta aislante las bocas, las manos y los pies de los cautivos. La sorpresa, el agotamiento, el desmoronamiento de sus expectativas de huida habían provocado que su capacidad de reacción fuera mínima. Bien sujetos, Tagan pasó una cadena alrededor del cuello de los dos muchachos, fijándola a un enganche lateral con un candado. Quería tener un viaje tranquilo.
Kigongo, mientras tanto, había asistido estupefacto a la demostración de violencia y rapidez de Tagan y su compinche, permaneciendo parado, inmóvil. Al finalizar la sujeción de los prisioneros, Tagan se volvió hacia Kigongo.
-Has hecho bien tu trabajo y has salvado tu vida. De todo esto, no sabes nada. Tú has estado durmiendo toda la noche en tu casa de Fort Portal. Aquí no ha venido nadie. Ellos han huido en mitad de la noche. Nadie sabe dónde han podido huir. Prefirieron la seguridad de seguir huyendo a estar en esta granja. ¿Lo has entendido? -Cualquier otra explicación te costará la vida -finalizó dándose la vuelta e introduciéndose en el todoterreno.
Kigongo vio alejarse a poca velocidad el vehículo para hacer el menor ruido posible. Sus ojos se llenaron de lágrimas por haber salvado su vida y por haber condenado la de su amigo y esa pobre chica. A su mente volvieron imágenes de Twebaze y él cuando eran niños y compartían miedos e incertidumbres. Se sentía muy mal. Sin esperarlo, un recuerdo acudió a su cabeza. Un profesor, no especialmente cruel, les había dicho un día en su clase: "Vosotros estabais muertos antes de venir aquí. Habéis tenido mucha suerte. La mayoría de los chicos de vuestra condición ya están podridos o tirados en la calle. Por ello, vivir y seguir adelante es lo más importante para vosotros. Tenéis que aprender a ser duros y exigentes. Os va la vida en ello". Pensar en la propia vida y no meterse en líos, era una buena idea para consolarse.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Las suaves colinas de Kampala (XXXII) Sin tregua

Aprovechando el plástico
Foto original de Vicente Baos
Las sirvientas de la casa no paraban de hacer preguntas a Nabulungi sobre su historia de amor. Rápidamente, los motivos de su huida habían transcendido por el entorno. Nabulungi no tenía la menor experiencia amorosa. Ningún hombre o muchacho de su edad se había acercado con otra intención diferente que la de abusar de ella. Tenía mucha experiencia en huir y evitar a los hombres, pero ninguna sobre recibir una palabra amorosa, aunque fuera falsa y solo el preludio de una violación. Twebaze había sido el primer hombre en el que había confiado. Siempre había actuado de forma solícita y ella estaba lo suficientemente desesperada como para verse obligada a seguir sus indicaciones. Ahora lo veía como un compañero que le ayudaba más de lo que ninguna persona, hombre o mujer, la habían ayudado ¿así se empezaba a querer a un hombre? Las respuestas que daba sobre su amor perseguido eran ambiguas y no satisfacían la curiosidad de las sirvientas. La dejaron pronto en paz.
Twebaze se incorporó a las tareas del campo. Era un chico curtido en la vida urbana pero nunca había usado una panga. Al poco tiempo, su mano empezó a sentir el efecto abrasador de la fricción del mango de madera. Tras cortar maíz más de una hora, su mano empezaba a despellejarse. Un curtido campesino que vio sus inexpertas habilidades le cubrió con cinta aislante toda la superficie de apoyo. "Te dolerá al quitártelo pero te evitará que se te abran heridas. Mañana póntelo antes de venir -le dijo pasándole la gruesa cinta gris.
Al final del día, tras la cena, Twebaze y Nabulungi pudieron encontrarse un rato.
-Tenemos que quedarnos aquí un tiempo para ver cuál puede ser nuestra próxima salida. Será duro, pero no podemos ir dando vueltas, sin dinero y sin apoyos -dijo Twebaze.
-No lo sé. Tengo la impresión de que nos encontrarán si nos quedamos aquí mucho tiempo.
-No hay otra opción por ahora. Quizá me podría enterar si hay alguna institución religiosa en las cercanías que nos pueda ayudar a salir del país. Hoy no podemos hacer más. Intenta descansar e iremos viendo los próximos días si se nos ocurre algo -concretó Twebaze.
Cuando la amenaza es tan cierta, el deseo de relajarse y acomodarse es una tarea imposible. 
Kigongo volvió a su casa a la hora habitual, cuando la oscuridad empezaba a ser densa en una ciudad mal iluminada. Entumecidos por la cantidad de horas que habían pasado en el vehículo, Tagan y Mbazazi se dirigieron a toda velocidad hacia el chico que abría el portón de la casa empujando el boda-boda. Si ésa era la casa y un chico con moto entraba, ése debía ser Kigongo. El primer empujón le tiró al suelo, mientras cerraban el portón para evitar testigos. La bofetada fue suave, Tagan quería ponerle en circunstancia, no noquearle a la primera.
-Tú eres Kigongo ¿verdad?
-Sí -respondió asustado y viendo claramente lo que estaba ocurriendo.
-Por tu cara creo que entiendes quiénes somos y qué hemos venido a buscar, ¿dónde están Nabulungi y Twebaze? - dímelo y te ahorrarás muchos problemas.
Kigongo había tenido también una infancia de orfanato y supervivencia. Nunca había sido un combatiente,  siempre había buscado la complicidad y la amistad para conseguir sus objetivos. El enfrentamiento no había sido nunca su arma. Caer bien era su estrategia.
-Bien, ¡no me hagáis daño! Os lo diré. Tenía que ayudarles. No tenía otra opción. Pero yo no he querido tener problemas -dijo en tono suplicante. Están en la finca de un familiar, trabajando, hemos ido esta mañana y allí se han quedado.
Tagan se sorprendió de lo fácil que había sido sacar la información. Este chico le parecía un gusano miserable, un cobarde sin compromiso, un amigo de mentira. Respetaba más a los huidos por su valor. Le dio a Kigongo un terrible puñetazo en la cara, frontal, directo, que fracturó su nariz y los incisivos superiores. Se quedó con las ganas de seguir golpeándolo, pero le quería espabilado para que les guiara hasta el escondite de sus presas.
-Lávate la cara y mantén los ojos bien abiertos. Nos vamos ahora mismo a buscar a tus "amigos" -le ordenó mientras le arrastraba al grifo de agua que estaba en el patio de la casa.

domingo, 19 de agosto de 2012

Las suaves colinas de Kampala (XXXI) El amor perseguido

En el camino
Foto original de Vicente Baos
Kigongo despertó a los agotados fugitivos antes del amanecer.
-Debemos irnos pronto. Yo tengo que volver para trabajar en la ciudad y Kasenda está a más de una hora de aquí. -¿Tienes algo de dinero para la gasolina? -preguntó.
Montaron los tres en el boda-boda y se dirigieron hacia los lagos de Kasenda. A través de un camino de tierra rojiza y ocre claro, rodeado de pequeñas cabañas y gente caminando por sus bordes, fueron avanzando. La vida en África comienza al amanecer, cada uno en su tarea: mujeres cargadas con pesados fardos, niños hacia su escuela, hombres armados de su panga en dirección a los cultivos de matoke o maíz. A primera hora de la mañana, la temperatura es muy agradable y recorrer los caminos a lomos del cómodo asiento de la moto era relajante.
Llegaron a la casa del terrateniente cuando el Sol ya era intenso y había que protegerse de sus efectos. Kigongo presentó a la pareja:
-Mis respetos kojja. Quería solicitar tu ayuda para mi amigo y su esposa. Por determinadas circunstancias han tenido que abandonar Kampala y me han pedido que les ayude a encontrar un lugar para vivir durante un tiempo. He pensado que te puede venir bien otro trabajador en tus campos.
El tío de Kigongo receló de las palabras de su sobrino y preguntó directamente a Twebaze y Nabulungi por qué habían tenido que salir de Kampala.
-La realidad es que el padre de Nabulungi era reacio a nuestro amor. Por eso le pegó una paliza, mire como tiene la cara -aseveró con seguridad Twebaze. Por eso hemos tenido que huir. Nuestra intención es casarnos en la Iglesia, pero los más importante fue huir y preservar nuestro amor lejos de su brutal padre.
Nabulungi miraba de reojo intentando disimular. Bajo la cabeza avergonzada y se limitó a moverla dando la razón a Twebaze.
-Bien...no me gusta recoger fugitivos de nada, aunque sea por el amor, pero veo a la chica muy afectada y esos golpes debieron doler... Está bien, podéis quedaros un tiempo, no más de un mes. Después seguiréis vuestro camino y ojalá encontréis la felicidad -dijo.
Les acompañó a los barracones que servían de alojamiento a los trabajadores. Allí se quedó Twebaze. Nabulungi fue llevada a la zona de sirvientas que preparaban la comida y lavaban la ropa de la numerosa familia del dueño.
Kigongo se despidió de ambos y dejó apuntado su teléfono móvil por si necesitaban algo. Satisfecho consigo mismo y a la vez aliviado, emprendió el camino de regreso a Fort Portal. 
Con la información del Padre Roger, Tagan y Mbazazi había conseguido poner a Kigongo el primero en la lista de los posibles ayudantes de la pareja huida. Con un Toyota Land Cruiser nuevo tardarían pocas horas en llegar a Fort Portal. Había que moverse con celeridad. Tagan estaba muy tenso y quería zanjar este asunto lo antes posible. Si la pista era mala, deberían comenzar de nuevo a investigar y los jefes podrían empezar a hacer preguntas. Tagan quería explicar hechos y no conjeturas, sabiendo que este incidente, aunque lo resolviera, tendría consecuencias negativas para él. Había perdido autoridad.
Preguntando en las calles, dieron con la casa de Kigongo mucho antes de lo que habían pensado. Refrigerados por el aire acondicionado del todoterreno y oyendo la música del Doctor Chameleone esperaron a que llegara.

sábado, 18 de agosto de 2012

Relatos de verano: En la playa

Familia y playa
Foto original de Vicente Baos
José llevaba muchos años veraneando en el mismo lugar, una estupenda playa familiar de la costa levantina. Lo bueno de la repetitividad son las rutinas que se generan: hacer lo mismo todos los días de las vacaciones produce relajación e insistir un año tras otro en las mismas actividades, en vez de generar inquietud, produce bienestar. Bueno, eso para algunas personas, se puede entender que para otras no, para eso están los viajes "a la aventura" o los "organizados", eso sí, a un lugar diferente cada vez ¡Menuda pereza!
Y lo que más amaba de sus días playeros era la posibilidad de estar horas y horas, por la mañana muy pronto y por la tarde hasta muy tarde, en la terraza del bar Capellino. Es decir, las horas en que el calor y el solazo permitían estar en su terraza. Los camareros atendían solícitos al fiel cliente y le reservaban la misma mesa cada día.
Armado de varios libros, por aquello de ir cambiando de temática, devoraba cafés, bollería y cocas valencianas, siguiendo por la tarde con más cafés y botellas de agua, finalizando el día con hermosos bocadillos llenos de ingredientes de fantasía. Estupendas vacaciones para ganar 5 kilos en 15 días. Hay que reconocer que también nadaba algo y que se echaba una soporífera siesta al sudor húmedo sin aire acondicionado.
En los últimos años había incorporado las últimas novedades tecnológicas. Armado con su MacBookAir y conectado a la wifi del establecimiento, estaba totalmente informado al minuto de las novedades por Twitter y su correo electrónico. Con un ojo leía (libros de papel) y con el otro veía las novedades en su timeline. 
Un día, un anciano que pasaba por allí, se le acercó:
-Buenos días, disculpe usted. Me he fijado en su presencia durante los últimos años. Yo también veraneo aquí desde hace mucho tiempo y siempre le veo aquí sentado leyendo. ¿Es usted un escritor o alguien "intelectual"? -preguntó educadamente.
-No...bueno -titubeó sorprendido. Solamente me gusta estar aquí sentado leyendo.
-Sí, claro. La lectura es muy buena, pero su familia le debe echar de menos, sus hijos jugando en la playa, dando paseos al atardecer, ir al cine de verano e incluso ir a bailar.
-Eso está bien, pero a mí lo que me gusta es estar aquí sentado leyendo y conectado al ordenador - respondió.
-Se está usted perdiendo muchas cosas. Además le veo cada vez más gordo y con las piernas un poco hinchadas. Seguro que está usted tomando pastillas para la tensión o el azúcar -afirmó el enjuto anciano.
De forma amable, el inquisitivo visitante se despidió con un: ¡qué tenga usted suerte!
Al día siguiente, se despertó reflexionando sobre la conversación del día anterior. ¿Y si tenía razón el anciano? Salió a la playa y comenzó a caminar descalzo por las arenas húmedas y no paró hasta casi una hora después. Tomó un café en casa y para sorpresa de su esposa e hijos, bajó a la playa a jugar al voleibol, jugueteó con las olas, paseó con su esposa e invitó a un refresco a toda la familia antes de ir a comer. Tras la siesta, buscó un restaurante para ir a cenar por la noche y dio con su esposa una larga caminata por el Paseo Marítimo. Por la noche, tenía las piernas cargadas pero satisfechas. ¡Había sido un buen día!
Se prometió asimismo seguir esa senda el resto de las vacaciones.
A las 2 de la mañana se sobresaltó con una inquietud especial. Con cuidado para no despertar a nadie, encendió el ordenador y se puso a revisar ansiosamente los 200 mensajes de Twitter que no había leído.
Moraleja: querido lector: "tú verás lo que estás haciendo con tu vida"

viernes, 17 de agosto de 2012

Relatos de verano: El niño delfín

Baño vigilado. Playa de Saint Malo (Francia)
Foto original de Vicente Baos
Cada mañana el mismo ritual.
-Luisito, ¡ven aquí! que te tengo que dar la crema -decía mi preocupada madre.
-No, espera que estoy jugando -contestaba yo haciéndome el remolón.
-Que te he dicho que vengas ya, que hay que bajar a la playa y luego me tengo que subir para hacer la comida y no me da tiempo -decía mi madre mientras mi padre se esfumaba por las esquinas de la casa para que no le implicaran en ninguna tarea más allá de bajar la sombrilla, las sillas plegables, el capazo con la muda, los libros, el periódico y el monedero para  tomar luego el aperitivo en el chiringuito.
-Bueno, voy -admitía al fin.
Despojado de toda ropa, comenzaba el vigoroso masaje que me daba mi madre con la crema protectora más potente del mundo, una especie de máscara blanquecina que untuosamente se aplicaba con energía. De arriba a abajo.
-Cierra los ojos -me decía extendiendo contra mi cara la pringosa crema. Estira los brazos !estáte quieto¡. Después me quedaba con el bañador solamente y los brazos separados del cuerpo, dado que cualquier contacto podía ser repelente.
Ese día, la bandera en la playa lucía amarilla y los chicos de la Cruz Roja vigilaban con su salvavidas colorado y su walkie-talkie enfundado. De manera entusiasta, como siempre, me introduje en el mar de un salto y buceando avancé hacia el interior. Enseguida me di cuenta que la resaca era mayor que otros días y que no me era fácil nadar hacia la orilla. La chica de la Cruz Roja lo vio con claridad. Llamó a su compañero y los dos se lanzaron a buscarme al agua, mientras a lo lejos veía a mi padre y a mi madre dando voces de auxilio y llamándome por mi nombre como si eso pudiera hacerme cambiar el rumbo de mis esfuerzos. Cuando llegaron a mi lado, yo ya había ingerido unos buenos tragos de agua salada y braceaba desordenadamente. "Me voy a ahogar" pensé con claridad y calma. La guapa chica de la Cruz Roja fue la primera en agarrarme, sin embargo, me escurría fácilmente entre su mano. Soltó el salvavidas y me quiso coger con las dos manos, también me escurría, tragando de nuevo una importante cantidad de agua. Llegó su compañero, no mucho más fuerte que ella y le pasó lo mismo. Me deslizaba con suavidad entre sus manos. La propiedad water resistant de la crema era poderosa. Era como una anguila escurridiza que se deslizaba entre las manos de mis salvadores. 
Viendo mi final, me abandoné sin angustia y comencé a verme como un suave delfín sorteando la superficie y la profundidad del mar. Brincando entre las olas y sacando la cabeza del agua para saludar con sonrisa y aleteo de delfín. Sin embargo, el agua salada que ya inundaba mi boca empezaba a oprimir mi pecho......
Desperté sobresaltado de un grito. Mis padres acudieron a mi lado rápidamente. Yo solamente repetía: "no me des más crema, no me des más crema..." 

miércoles, 15 de agosto de 2012

Las suaves colinas de Kampala (XXX) Refugio

Mercado
Foto original de Vicente Baos
Pasaron la mayor parte del caluroso día sentados y acurrucados en el lateral de la casa de Kigongo. Twebaze le había conocido a su llegada al orfanato de Kampala donde había sido entregado tras la matanza de su familia. Habían compartido durante años amistad, hasta que Kigongo recuperó a su madre que le había entregado en adopción. La mujer había vuelto a casarse y tener hijos y había convencido a su marido para recuperar al hijo entregado. A pesar de haber pasado 15 años, la relación familiar era buena y Kigongo había podido independizarse gracias al negocio del boda-boda.
Al atardecer, los amigos se encontraron en la puerta de la casa.
- Twebaze, ¡qué sorpresa! - dijo efusivamente abrazando con el hombro ladeado, al estilo ugandés,  a su amigo.
- Si, ¡qué alegría verte de nuevo! Necesito tu ayuda - dijo sin preámbulos. Tenemos un problema muy gordo y pensé en ti para que nos ayudes. Ésta es Nabulungi, mi amiga. Déjame que te cuente despacio toda la historia.
Pasaron al interior de la casa y se sirvieron té caliente con alguna galleta que Kigongo tenía guardada. Despacio, desarrollando la historia lentamente, explicando los detalles de cada episodio de una manera meticulosa, Twebaze completó el relato de las peripecias que Nabulungi y él habían sufrido en los últimos meses. Al finalizar, la cara de Kigongo expresaba algo más que preocupación.
- Y ¿qué puedo hacer por vosotros? Estáis en un verdadero peligro.
- Te pido que nos digas donde podríamos establecernos para pasar lo más desapercibidos posible y que podamos empezar una nueva vida. Cuando tengamos algo de dinero, intentaremos salir del país - aclaró.
Kigongo sopesó rápidamente los riesgos que dicha ayuda podían suponerle a él. De la vida en los orfanatos se aprende a tener solidaridad para la supervivencia, pero también un fuerte impulso egoísta. Debía ayudar a su amigo pero quitándose de en medio lo antes posible.
- Sí, creo saber de un buen sitio para esconderos. Un familiar de mi madre posee tierras de maíz y podría daros trabajo y cobijo. Haceros pasar por matrimonio. Él es cristiano evangélico y buen hombre, os dejará vivir en sus tierras. Al menos tendréis para comer y refugiaros. Es en la región de los lagos de Kasenda. Deberíamos irnos cuanto antes.
- ¿Ahora? Estamos agotados, déjanos descansar esta noche en tu casa - dijo Twebaze
- Bien, saldremos al amanecer - contestó Kigongo, valorando como prioritario alejarse de los problemas de su amigo.
 Tagan estaba uniendo hilos rápidamente. Sabía que encontrar alguna pista en la vida de Twebaze era la clave para encontrar a los fugitivos. La vigilancia de las estaciones de autobuses no había dado fruto y el sondeo de las relaciones del muchacho iban despacio. La gente anónima y pobre deja poca huella a su alrededor. Mbazazi había sondeado ampliamente la vida de Twebaze. La persona que le recomendó para la captación de boxeadores le había contado las circunstancias de su vida. La tragedia de su familia, de Kissa, de su estancia en el orfanato cristiano de Kampala. Mbazazi mandó a una de sus amantes a indagar al orfanato contando la historia de un embarazo del que Twebaze había huido. La chica, compungida y suplicante, había pedido ayuda para encontrarle y que respondiera ante Dios de su hijo y no la abandonase al infortunio. El inocente Padre Roger, un británico que llevaba poco tiempo en Uganda, había buscado en su ficha los datos de su vida e indicado los amigos de aquella época. La muchacha apuntó nombres y orígenes. Sería una información muy útil.

domingo, 12 de agosto de 2012

Las suaves colinas de Kampala (XXIX) Esconderse lejos

Joven muchacha
Foto original de Vicente Baos
Nabulungi y Twebaze alcanzaron la esquina de una calle donde se agrupaban taxis y boda-boda. A voz en grito, los cobradores de los taxis indicaban el destino de su vehículo. Cuando se hubiera llenado, saldrían para él. Twebaze llevaba encima todos sus ahorros, no más de 5000 ushies y pagó los 15 de cada uno para el trayecto hasta la estación de autobuses. Sabía que era importante salir de la ciudad pronto. Una vez que Tagan fuese consciente de que habían huido, mandaría gente a vigilar los autobuses que saliesen de la ciudad y a rastrear los posibles escondites en el Black Hole. Había que irse lejos y diluirse en la poblada Uganda.
Tagan había llegado a la casa de Nakasero Hill y estaba revolviendo en las escasas pertenencias de Nabulungi y Twebaze. Nada, ninguna pista, nada escrito que indicase donde podían haberse escondido o dirigirse. La vida de los pobres va dejando poca huella a su alrededor. Nervioso y cada vez más enfadado, todavía no había contado a nadie importante lo que había sucedido. Tenía que arreglarlo él. Varias personas le habían preguntado sobre sus planes para promocionar a Nabulungi en los circuitos de boxeo. Muchos veían posibilidades de negocio con el espectáculo de una chica tan combativa.
- Corre, no te separes de mí. Vamos a coger el primer autobús que salga hacia Fort Portal. Conozco a alguien que nos podrá ayudar - dijo Twebaze arrastrando con su mano a Nabulungi.
El autobús estaba casi lleno. Pagó los 200 ushies por cada uno y se sentaron en la parte de atrás que todavía estaba libre. Cuando se llenó, el autobús comenzó a avanzar entre las calles llenas de gente que se incorporaban a los miles de pequeños negocios y actividades de la ciudad. Por fin, después de muchas horas, se sintieron tranquilos para poder dormir la mayor parte del viaje de 5 horas que les esperaba.
Tagan golpeó con fiereza el saco de entrenamiento. Gruñó y maldijo. Después de varios golpes, se serenó y empezó a pensar en la mejor manera de dar con los fugitivos. Una aguja en un pajar. Unos desesperados en un país de desesperados. Dos jóvenes en un país lleno de jóvenes. Llamó a Mbazazi y le instruyó para que contactara con toda la gente que pudiera en las principales ciudades de Uganda. No las más alejadas, sino las más importantes. También le pidió que hablara con el Big Taata para que rastreara el black hole y le dijera si habían pasado por allí para ver a antiguos amigos de Nabulungi. Le insistió que se enterase de algo más de la vida de Twebaze, sus contactos, amigos, dentro y fuera de Kampala, para controlar ese campo. Le dijo que habría una recompensa para quién diera datos fiables para localizarles (20.000 ushies) una cantidad tentadora que Tagan pondría de su bolsillo. Sabía que ahora solo podía tender la red donde iban a caer los molestos mosquitos en que se habían convertido los fugitivos. Jamás se había escapado un chico o una chica de la casa, y los disconformes o inadaptados lo pagaban caro, Wemusa no había tenido tiempo de darse cuenta. Los demás sí. 
La estación de autobuses de Fort Portal es una rotonda donde paran los vehículos llena de bares y tiendas. Nabulingi y Twebaze salieron rapidamente nada más llegar. Sin equipaje, con la ropa sucia y entumecidos de haber dormido en el autobús, avanzaron por las calles en la dirección de un antiguo conocido de Twebaze que sobrevivía gracias a lo que ganaba con un boda-boda. Cuando llegaron, no estaba en su casa. Los vecinos le dijeron que volvía al anochecer, sobre las 6 y media de la tarde, que estaría trabajando por las calles. Se sentaron en su puerta. Twebaze fue a buscar algo para comer: salchichas, patakis y matoke. En ese momento no podían hacer nada más.   

viernes, 10 de agosto de 2012

Relatos de verano: Lo peor del calor es que te importe tener calor

Pateando la calle en verano
Foto original de Vicente Baos
"Puso la cabeza debajo de la manguera para refrescarse y acabó empapada por todo el cuerpo. Ja ja... me encanta disfrutar del verano y su calor", dijo Carmen. Hacía calor, quizá un poco más de calor de lo esperado para el mes de Agosto, pero para mí era un calor insufrible, dado que mi termorregulación era muy deficiente. O tenía mucho calor o mucho frío y el rango de confort en cuanto a la temperatura era anormalmente estrecho. Estaba escondido en la sombra del porche bebiendo agua de limón fría. Odiaba el aire acondicionado porque pasaba mi cuerpo a un estado cercano a la tiritona, sin exagerar. Y así, buscando el difícil término medio térmico intentaba pasar el verano.
Ir a la ciudad era un suplicio. La temperatura en las calles asfaltadas era cercana al fulgor incandescente de Mordor. Pisar sus aceras, cruzando continuamente para buscar la sombra, provocaba el amojamamiento de mi piel, cercana a la quemadura de segundo grado. La camisa se llenaba de gotas puntuales que poco a poco se transformaban en ronchas oscuras que destacaban sobre el color de la ropa. El cogote perdía una cantidad ingente de líquidos, achurretando los pelos y la frente adquiría la textura del bacon poco hecho. Carmen, sin embargo sudaba ligeramente sobre el labio superior, manteniendo un entusiasmo caluroso totalmente inapropiado.
De repente, me dijo: "Ven, tengo una idea, allí hay una tienda que tiene las puertas abiertas pero hace mucho fresquito dentro. Debe ser de esos aires acondicionados que hacen un chorro frío de barrera".
Entramos y busqué acomodo en un punto intermedio, en el interior, pero cercano a la salida. No se estaba mal.
Ella entraba y salía cada 3 minutos para disfrutar más del contraste.
Y lo mejor de todo, no nos cogimos ningún catarro.

jueves, 9 de agosto de 2012

Relatos de verano: ¡A ver si nos vemos un día de estos...!

A ver si nos vemos...
Foto original de Vicente Baos
"Te mandé un guasap hace dos días y no me contestaste", le escribió en un SMS a su amiga. "El usuario del teléfono no está disponible", me responde la voz grabada de la compañía telefónica. "No sé a que hora sales del trabajo para ir a buscarte y, la última vez que hablé contigo, me despediste corriendo porque tenías que hacer no sé que cosa". Luis estaba francamente desesperado con Luisa. Llevaba casi un mes intentando quedar con ella. Tenía mensajes contradictorios. Por un lado, se había mostrado muy receptiva a la conversación divertida y ocurrente de Luis, y por otro lado, parecía que le estaba dando esquinazo. Las disculpas para no verse eran lógicas y razonables en una mujer muy ocupada y un poco desbordada por sus circunstancias vitales. Pero, precisamente por eso, Luis pensaba que verse con él era algo deseable para distraerse y conocerse mejor. Les venía bien a los dos. No supo qué pensar cuando recibió otro guasap: ¡A ver si nos vemos un día de éstos...! :)))))))))) 

domingo, 22 de julio de 2012

Las suaves colinas de Kampala (XXVIII) Libres

Mujeres a la puerta de su casa en Kampala
Foto original de Vicente Baos
Amanecía un día radiante cuando Tagan, cansado y algo ebrio todavía, entró en el cobertizo donde supuestamente Nabulungi estaba descansando. Había mandado a varios de sus hombres a recoger a todos los miembros de la casa de Nakasero Hill para retornar a la misma. Con el bullicio de la fiesta todo el mundo estaba disperso, la mayoría dormidos entre los árboles de los jardines de la casa.
- Nabulungi, despierta, es hora de volver - dijo con tono amable al abrir la puerta.
Según penetraba en la estancia se dio cuenta de que la chica no estaba. Se extrañó, pero no pensó en la huida como una posibilidad, más bien que estaría aseándose o algo similar. Salió fuera y recorrió las cercanías acercándose al grupo que se iba juntando para volver a la casa, incluido un humillado Akello cabizbajo y asustado que evitó cruzar su mirada con la de Tagan cuando éste pasó a su lado.
- ¿Está todo el mundo? ¿Habéis visto a Nabulungi? - preguntó al grupo.
- No he visto a Nabulungi ni a Twebaze, el resto estamos todos - contestó uno de los conductores.
Al unir los dos nombres, Tagan sintió un revulsivo en su interior que hizo desaparecer totalmente los restos de alcohol y cansancio que quedaban en su cuerpo.
- ¿No habéis visto a ninguno de los dos? Dad otra vuelta y mirad bien, moved a los que estén dormidos y comprobad que no son ellos - ordenó Tagan con su poderosa voz.
La inquietud se apoderó de él y, al mismo tiempo, el convencimiento de que habían escapado. ¿Cómo se habían atrevido a desplantarle a él y a su grupo? Entre la ira y cierta tristeza por saber lo que tenía que hacer cuando los encontrase, Tagan comenzó a moverse entre los conductores para que abriesen todos los coches y comprobar que no estaban escondidos en ningún lugar. Inspeccionaron las estancias de los jardines y recorrieron el perímetro de la casa para ver si había algún agujero en las alambradas. Convencido de que podían estar todavía escondidos en la finca, revolvió todos los espacios, excepto las habitaciones de la mansión donde era muy improbable que hubieran podido acceder.

Tras más de dos horas de incómodo viaje, con múltiples paradas en los domicilios de las damas, Nabulungi y Twebaze notaron que la furgoneta se paraba y apagaba los motores en el patio interior de una pequeña casa. Su conductor bajó, oyéndose cerrar posteriormente la puerta de la vivienda. Con mucho cuidado, tras cinco minutos de espera, Twebaze abrió suavemente el portón trasero del vehículo. Muy dolorida por la posición y la enorme fatiga de su cuerpo, Nabulungi no pudo evitar exclamar pequeños gemidos de dolor al salir del vehículo y esconderse en el lateral opuesto que quedaba fuera de la vista de la vivienda. La puerta de salida principal estaba cerrada con un candado y los muros rematados por alambre de espino curvo, como casi todas las casas de Kampala. Si la puerta tenía el candado cerrado iba a ser muy difícil salir de allí. Twebaze se acercó descalzo para no hacer ningún ruido. Sí, la puerta estaba bien cerrada. Volvió junto a Nabulungi para decirle que tendrían que esperar a que alguien de la casa saliese para aprovechar y huir.
- Me duele todo, no puedo más, nos van a coger y Tagan nos matará - gimoteó tristemente Nabulungi.
- No pienses así, estamos libres y seguiremos huyendo. En Uganda vive mucha gente, no nos van a encontrar. Escucha: cuando alguien abra la puerta para ir a comprar patakis (tortas de maíz) para el desayuno, le daremos un empujón y saldremos corriendo hacia donde sea hasta ver una calle principal. Nos mezclaremos con la gente y nos perderemos para siempre.
Al amanecer, la vida vuelve a activarse en Uganda, se oyen los vehículos moverse, las motos rugir, los niños prepararándose para ir a la escuela. Un chica joven, acompañada de su madre, apareció en la puerta de la casa. Nabulungi y Twebaze estaban escondidos entre el vehículo y la salida, cerca de la puerta principal y fuera de la vista desde la casa. Justo cuando la madre e hija iban a salir, tras abrir el portón con su candado, los dos huidos aparecieron en tromba. Pidiendo perdón, empujaron a las dos mujeres y salieron corriendo calle abajo por el camino de tierra horadado de profundas grietas producidas por la lluvia. Estupefactas, madre e hija, siguieron con la vista la huida de esos dos jóvenes menudos. Cuando reaccionaron, volvieron a entrar a la casa para comprobar que no les habían robado nada.
Sacando fuerzas que apenas tenían, los fugados dejaron de correr al ver que nadie les perseguía. Aunque su aspecto era lamentable, entre la pobreza general, nadie iba a darse mucha cuenta.

domingo, 15 de julio de 2012

Las suaves colinas de Kampala (XXVII) La huida

Cometas
Foto original de Vicente Baos
La fiesta tras la victoria de Nabulungi se estaba prolongando toda la noche. Hubo varios combates más, anodinos, sin la tensión y la sorpresa que había provocado la pequeña muchacha que había vencido al adolescente gigantón. Refugiada en el cobertizo que había servido de vestuario, reposando, aturdida y dolorida por los golpes, Nabulungi se había quedado sola. Todos estaban celebrando con abundante waragi y cerveza Nile Special el final de los combates. Música, alcohol, compañía femenina y toda la noche por delante.
Twebaze merodeaba, mirando desde lejos la zona donde se regocijaban los poderosos. Seguía pensando cómo salir de allí sin ser descubiertos. El recinto estaba alambrado y la puerta principal vigilada por un hombre armado. Solo podrían salir escondidos en algún coche cuando empezaran a irse los invitados. Aprovechando la poca luz que rodeaba el cobertizo, entró en él y se encontró a Nabulungi dormida, acurrucada como un animalillo herido en un camastro. Su cara estaba cubierta de un paño mojado con agua manchado de sudor y sangre que le goteaba por el cuello. Con la boca semiabierta, respiraba ruidosamente. Nada parecía capaz de hacerla despertar en ese momento. 
- Nabulungi, no te asustes, soy Twebaze, no digas nada y escucha.
Sobresaltada, le costaba abrir el ojo que no tenía edematoso.
- ¿Qué...? ¿quién eres?
- Soy Twebaze. Escúchame. Tenemos que irnos ahora, cuando todo el mundo está contento y distraído. Es nuestra oportunidad. Salir de la casa de Nakasero Hill  será imposible, siempre hay alguien que nos vigila. Aprovechando la oscuridad y la cantidad de gente, vamos a irnos. Lejos de toda esta gente. Nunca te soltarán hasta que te maten, de una manera o de otra, Nabulungi, créeme. 
- Pero....ahora no puedo hacer nada, estoy agotada, no me tengo de pie, me duele todo, estoy muy dormida...déjame dormir.
- Voy a lavarte bien la cara. Tenemos que intentarlo, ahora o nunca - dijo mientras buscaba una toalla para limpiar la deformada cara de la chica.
A rastras, obnubilada pero obediente, Nabulungi fue llevada  por los hombros hacia la puerta del cobertizo. Justo en ese momento, la puerta de la entrada comenzó a abrirse. Fue un segundo de tiempo lo que tuvo para girarse y ocultar los dos cuerpos tras un mueble. La poca luz hizo el resto. Tagan solo abrió parcialmente la puerta. Miró hacia el interior donde apenas se podían distinguir los objetos y quedó conforme. Imaginó a Nabulungi dormida, agotada y volvió satisfecho a la fiesta. El entrenador se había embolsado una buena cantidad de dinero. Había apostado la misma cantidad de dinero a cada uno de los boxeadores, sin embargo, la victoria final de Nabulungi se había pagado generosamente. A pesar de ello, había tenido que renunciar a una parte para mantener intactas las ganancias de los organizadores. Se merecía un festín de Nile Special con alguna de las prostitutas que había traído Mama Ji, se dijo así mismo. 
Menos mal que habían sido pocos segundos el tiempo en el que Tagan abrió la puerta y miró, si no, el ruido de la respiración de Nabulungi y su propio jadeo nervioso les habría delatado. Siguió avanzando hasta la puerta que entreabrió sigilosamente. Solo se veía el resplandor, el ruido de la música y de la fiesta. Los que no participaban en ella, bebían bolsas de plástico de waragi en la zona que separaba a los ilustres de los sirvientes. Un muro transparente pero infranqueable protegido por una par de hombres con AK-47 en la mano.
Entre las sombras, Twebaze cargando con Nabulungi, se fue acercando al aparcamiento de coches. Todos los conductores habían dejado sus vehículos allí sin otra vigilancia. Deberían meterse en algún maletero de un coche que no fuera directamente de algún potentado. Entrarían en otra casa protegida de la que no sería fácil salir. Vieron un furgoneta del mismo modelo de los taxis de Kampala pero nueva y limpia. Debería haber sido alquilada para transportar algún grupo. Su conductor volvería después a su casa o a algún garaje normal. Desde ahí podrían huir fácilmente. 
Twebaze recostó a la chica y abrió la puerta, corrió los asientos posteriores para ver el sitio disponible. El portón trasero estaba abierto. Había suficiente sitio para los dos, apretados y arrinconados por la caja de material que ocupaba un tercio del espacio. 
- Vamos aquí, Nabulungi. Esperaremos dentro. No podemos arriesgarnos.
Semidormida, la chica se dejó arrastrar y acomodarse en su interior. Twebaze tuvo la precaución de no cerrar completamente el portón aunque lo pareciera desde fuera. Solo les quedaba pensar que este vehículo se fuera pronto, antes de que Tagan pensara en recoger a todos sus acompañantes y volver a la casa de Nakasero.
Después de dos horas en la misma posición, muy entumecida, Nabulungi estaba despierta y asustada.
- ¿Está seguro de que hacemos bien? Si nos pillan, Tagan nos mata aquí mismo - dijo temblorosa
- Hay que arriesgarse. Escucha, se oyen voces hacia aquí.
Un animado grupo de señoras se dirigía al vehículo. Eran esposas de algunos potentados que eran devueltas a sus casas, mientras que los maridos preferían seguir "hablando de negocios". Acompañados de un conductor y de un guardaespaldas se introdujeron en el coche hablando animosamente. No parecía importarles demasiado esta retirada.
Intentando controlar el latido de sus corazones, los dos prófugos suspiraron aliviados al ver moverse el vehículo y pasar la puerta de salida de la casa. Con los traqueteos normales de las carreteras de Uganda, doloridos por los botes, pensaron a la vez que habían tenido mucha, mucha suerte.