Francisco Ayala falleció hace un año tras una larga vida de 103 años. Lúcido e irónico, es el último de los escritores de la generación del 27 que ha llegado hasta nuestro días. Autor de numerosos relatos cortos y de ensayos sobre temas sociales, filosóficos y políticos, disfrutó en los últimos años de su vida del reconocimiento público. Sin embargo, sus relatos no son muy conocidos. Uno de ellos (Cazador en el alba - 1930) tiene un estilo vanguardista y onírico. Un soldado herido sueña entre accesos febriles un paraíso deseado:
El soldado Antonio Arenas ignoró lo que oculta el vientre de los estanques, la lucha de clases y la selección natural de Darwin, hasta que la fiebre le fue mostrando sus descabalados trozos de film, desplegó ante su vista sus catálogos y le ofreció a prueba sus mercancías.
Entonces comprendió el soldado Antonio Arenas que las realidades puras sólo son visibles a la temperatura de 40 grados centígrados, y que cuando Dios quiere hacerse escuchar, derriba del caballo a los jinetes, aunque no siempre ocurra el accidente en el camino de Damasco.
Con la cabeza despavorida, inflamada, pueden atarse los vientos tránsfugas, las imágenes rotas, las ideas sueltas. Y su cabeza pendía de una garganta reseca, tan reseca como una caña tronchada: pensamientos sin bridas ni freno arrastraban su cuerpo, estribado, por la tierra amarilla, negra, ocre.
La sangre le trotaba en las arterias; pez cautivo, quería romper a coletazos la red circulatoria, y evadirse. Patrullaban por sus venas flechillas de «aire comprimido»: ahora lentas, ahora disparadas.
Gritos lejanos le perseguían en su involuntaria fuga. Sus ojos y los de su caballo sacaban astillas a los perfiles de los edificios, estremecían los árboles y desgarraban las zaleas del cielo.
(...) Ella, desvelada y ondulante como las playas, miraba con plácido asombro la cabeza abandonada por la resaca en sus rodillas. El mismo aire delgado que mueve las ramas tiernas del bosque, revelándola en la fuga, sacudió su cuerpo de gacela.
Entonces despertó Antonio. Había sufrido un repeluzno semejante al de las cuatro treinta de la madrugada. Había sentido en las sienes los dedos fríos de esa hora a que los cazadores suelen apostarse en el alba.
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