domingo, 5 de diciembre de 2010

La flatulencia y el retortijón según Gabriel García Márquez: El amor en los tiempos del cólera

El amor en los tiempos del cólera es ya un clásico de la literatura. Abundan las descripciones de enfermedades, de los temas de salud pública a cargo de uno de los protagonistas, el doctor Juvenal Urbino. El amor, el sexo, el calor caribeño, las convenciones sociales combinadas con la sensualidad que favorece el clima tropical crean un fresco novelado de gran entretenimiento y diversión.
Los temas escatológicos son un gran recurso y en esta novela se plasman escenas muy divertidas. Florentino Ariza siempre ha padecido problemas intestinales con "crisis de estreñimiento" notables. Se va a reencontrar con su amada Fermina Daza, tras la muerte de su esposo. La situación, le genera una gran inquietud. Su intestino no se queda ajeno:

Florentino Ariza había esperado en la puerta de la calle, ardiendo bajo el sol infernal de las tres, pero con las riendas en el puño. Estaba preparado para no ser recibido, así fuera con una excusa amable, y esa certidumbre lo mantenía tranquilo. Pero la decisión del recado lo estremeció hasta el tuétano, y al entrar en la sombra fresca de la sala no tuvo tiempo de pensar en el milagro que estaba viviendo, porque las entrañas se le llenaron de pronto con una explosión de espuma dolorosa. Se sentó sin respirar, asediado por el recuerdo maldito de la cagada de pájaro en su primera carta de amor, y permaneció inmóvil en la penumbra mientras pasaba la primera racha de escalofrío, resuelto a aceptar cualquier desgracia en ese momento, menos aquel percance injusto. Se conocía bien: a pesar de su estreñimiento congénito, el vientre lo había traicionado en público tres o cuatro veces en sus muchos años, y las tres o cuatro veces había tenido que rendirse. Sólo en esas ocasiones, y en otras de tanta urgencia, se daba cuenta de la verdad de una frase que le gustaba repetir en broma: “No creo en Dios, pero le tengo miedo”. No tuvo tiempo de ponerlo en duda: trató de rezar cualquier oración que recordara, pero no la encontró. Siendo niño, otro niño le había enseñado unas palabras mágicas para acertarle a un pájaro con una piedra: “Tino tino si no te pego te escarabino”. La probó cuando fue al monte por primera vez, con una honda nueva, y el pájaro cayó fulminado. De un modo confuso, pensó que una cosa tenía algo que ver con la otra, y repitió la fórmula con fervor de oración, pero no surtió el mismo efecto. Una torcedura de las tripas como un eje de espiral lo levantó en el asiento, la espuma de su  vientre cada vez más espesa y dolorosa emitió un quejido, y lo dejó cubierto de un sudor helado. La criada que le llevaba el café se asustó de su semblante de muerto. Él suspiró: “Es el calor”. Ella abrió la ventana, creyendo complacerlo, pero el sol de la tarde le dio de lleno en la cara, y tuvieron que cerrarla de nuevo. Él había comprendido que no soportaría un minuto más, cuando apareció Fermina Daza casi invisible en la penumbra, y se asustó de verlo en semejante estado.
-Puede quitarse el saco -le dijo.
Más que la torcedura mortal, a él le hubiera dolido que ella alcanzara a oír el borboriteo de sus tripas. Pero logró sobrevivir un instante apenas para decir que no, que sólo había pasado a preguntarle cuándo podía recibirle una visita. Ella, de pie, desconcertada, le dijo: “Pues ya está aquí”. Y lo invitó a seguir hasta la terraza del patio donde habría menos calor. Él se negó con una voz que a ella le pareció más bien un suspiro de lástima.
-Le ruego que sea mañana -dijo.
Ella recordó que mañana era jueves, día de la visita puntual de Lucrecia del Real del Obispo, pero le dio una solución inapelable: “Pasado mañana a las cinco”. Florentino Ariza se lo agradeció, le hizo una despedida de emergencia con el sombrero, y se fue sin probar el café. Ella permaneció perpleja en el centro de la sala, sin entender qué era lo que acababa de ocurrir, hasta que se extinguió en el fondo de la calle el petardeo del automóvil. Florentino Ariza buscó entonces la posición menos dolorida en el asiento posterior, cerró los ojos, aflojó los músculos, y se entregó a la voluntad del cuerpo. Fue como volver a nacer. El chófer, que después de tantos años a su servicio ya no se sorprendía de nada, se mantuvo impasible. Pero al abrirle la portezuela frente al portal de la casa, le dijo:
-Tenga cuidado, don Floro, eso parece el cólera.

1 comentario:

  1. La verdad que es un clásico, fantástico me encantó la descripción de los personajes, las situaciones, el romanticismo...
    Pero lo recomendé en su tiempo con poco éxto algo que me sorprendió.
    Me encanta que hayas hablado de este libro.

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