Son jóvenes, uniformados, están esperando la señal de su jefe -el único enmascarado - para cortar el cuello de sus víctimas, también jóvenes y uniformados, que esperan arrodilladas mirando hacia el suelo en actitud sumisa y humillante.
Los verdugos quieren que se vean sus caras. Están orgullosos de lo que hacen. Quieren que sus familiares y amigos sepan que son unos héroes de su religión, que están en una misión divina . Que les reconozcan para imitarles y seguir su ejemplo en Francia, Alemania, España o donde sea.
Con un cuchillo serrado cortarán las vías respiratorias y los vasos principales de sus víctimas. Si no dudan o tiemblan, la muerte de los asesinados será rápida, no indolora, sino asfixiante y aterradora.
Minutos de discurso fanático e iluminado que las víctimas escucharán en esa posición, con la mente dirigida a despedirse de la vida y de sus recuerdos, temblando en su interior pensando en el momento de sufrimiento extremo previo a morir degollado, como se hacía a los animales en la antigüedad y actualmente bajo ritos religiosos.
Algunos verdugos miran al frente altivos, otros a la víctima bien sujeta y maniatada. Su pensamiento estará lleno del orgullo fanático que transforma a personas pacíficas en asesinos justificados por el bien común de su ideología, secta, religión, grupo o etnia.
Y aunque no lo veamos, después jalearán con gritos su hazaña y alzarán orgullosos las cabezas sangrantes de expresión aterrada de los asesinados.
Probablemente nunca nos libraremos de las creencias que llegan a provocar estas situaciones, pero ahora podemos manifestar nuestro desprecio.