Durante el año 2006 mantuve un blog con textos escritos por mi heterónimo
Vincent Boas (no confundir con un francés presente en Facebook de dicho nombre). Dicho blog fue completamente eliminado para que no quedaran huellas futuras de mis balbuceos literarios. Sin embargo, al escribir sobre la nueva regulación del uso del tabaco en los espacios públicos, he recordado el relato que titulé:
Espacio con humo.
No todos los días podía tomarme un café a media mañana, sin embargo, lo deseaba como uno de mis escasos placeres en mitad de una larga jornada laboral. Era un bar minúsculo regentado por un ex-administrativo que, cansado de trabajar para otros por un sueldo mínimo, montó hace 3 años su pequeño negocio. Los clientes habituales eran trabajadores y usuarios de un supermercado cercano que tomaban enormes pinchos de una tortilla gruesa y jugosa. Y por supuesto, había humo en el local. Los ceniceros repletos de cigarrillos eran piezas inevitables del mobiliario del bar, y sus parroquianos, fumadores irredentos arrinconados en los escasos 20 metros cuadrados del local.
Hoy éramos pocos clientes: una trabajadora emigrante con uniforme de una empresa de limpieza, un hombre grueso enfrascado en la tragaperras y una mujer menuda que tomaba un café con porras mientras fumaba. Yo hojeaba los titulares de un periódico local de distribución gratuita. Por la puerta semiabierra apareció otro habitual del bar, un hombre mayor que siempre saludaba mirando a las mujeres presentes en el local:
- ¡Cuánta mujer guapa hay en el mundo! - dijo con desparpajo.
Nadie hizo caso, salvo la mujer menuda que se volvió a mirarle con el ceño fruncido.
- No se moleste, señorita, es que las mujeres son la alegría de este mundo- continuó el piropeador. Y usted, con esa cara y ese cuerpo me ha alegrado el día, afirmó sin rubor.
La mujer menuda no dijo palabra, pagó y se fue.
El hombre pidió su café y su copa, y por su actitud deduje que no era la primera visita que hacía a un bar esa mañana.
Transcurrieron unos minutos y fui apurando el café, descuidado de lo que había en mi entorno, cuando, de repente, irrumpió en el bar un individuo vociferando:
- ¡Guarro, asqueroso! porque eres un viejo, que si no te daba una hostia - increpó al hombre mayor.
Todos nos giramos y vimos a la mujer menuda, en segundo plano, acompañada de un hombre joven, delgado, fibroso y de barba descuidada que elevaba el puño en señal amenazante hacia el piropeador.
La situaciones tensas no deseadas me son especialmente incómodas, y oír estas amenazas a menos de 1 metro, no es nada tranquilizador.
La reacción del hombre mayor debería haber sido más cauta, vista la desproporción de fuerzas, sin embargo, contraatacó con determinación:
- Seré mayor, pero tengo unos cojones, ¿qué coño dices tú? - aseveró sacando pecho.
El delgado agresivo ya no tuvo ninguna disculpa para contraatacar:
- Te voy a partir la cara, viejo asqueroso, te vas a follar a la puta de tu mujer - le espetó directamente al anciano hablador.
La tensa situación aumentaba de grado por lo que me decidí a intervenir:
- Por favor, tranquilícese, no vayamos a más - dije en el tono más sosegado y conciliador que encontré.
- Quita de aquí, gilipollas - me contestó el fibroso dándome un manotazo.
El anciano, del que ya estaba convencido que estaba un poco bebido, viendo que no se daba cuenta de la situación real, se abalanzó sobre el joven y recibió un sonoro puñetazo y una patada que le hizo caer entre las sillas del bar.
El agresivo defensor del honor femenino, con el rostro inflamado y las venas dilatadas del cuello, como un digno representante de los chulos violentos, comenzó a patear al viejo tonto.
No podía tolerarse, había que hacer algo más. El dueño del bar y yo nos echamos sobre el agresor intentando sujetarle, pero el condenado se revolvía como una fiera con su presa entre los dientes mientras que otros depredadores intentan quitársela, es decir, como un "puto zumbao".
Empezamos a recibir golpes, a la vez que intentábamos sujetarle, pero su energía asesina superaba nuestro temeroso esfuerzo. Se movía con rapidez, dándonos a nosotros de lado, mientras con los pies golpeaba al anciano rijoso, el cual sangraba abundantemente por la cara.
De repente, sentí una punzada terrible en un costado y el silencio se hizo alrededor. El violento amante y la mujer ofendida salían corriendo por el pasillo. Me recosté y miré que me pasaba. Sangraba por el costado izquierdo y notaba una acuciante falta de aire. No decía nada. Solo veía un humo más espeso de lo habitual en el bar del café y la tortilla. Casi no me daba cuenta de lo que significaba, ni podía lamentarme de esta mala suerte absurda y gratuita. Solo me dio tiempo a sentir un regusto amargo a café y humo.